domingo, 20 de abril de 2014

Ricardo Ruiz de la Serna analiza el Genocidio Armenio.

La noche del 24 de abril de 1915, en Constantinopla, las autoridades otomanas dirigidas por Bedri Bey, jefe de policía de la ciudad, arrestaron a 250 intelectuales armenios siguiendo órdenes del Ministro del Interior Talaat Pasha. Entre los detenidos había médicos, abogados, periodistas, profesores y, en fin, lo más granado de la inteligencia armenia del momento. La oleada de arrestos se prolongó en los días siguientes y llegó a las 2.435 personas.

La mayoría fueron trasladados a centros de detención y asesinados. Uno de los pocos supervivientes del horror que se desató a partir de aquel momento fue el famosísimo y genial músico Comitas, que enloqueció y murió en 1935 sin haber recuperado el juicio. Aquella noche se toma como inicio del genocidio armenio, el Gran Crimen, que se prolongó hasta 1917. Algunos historiadores lo extienden hasta el incendio de Esmirna en 1922. Las fechas, en todo caso, son indicativas del espantoso destino de los armenios del Imperio Otomano.


Tampoco empezó todo en 1915. Ya a finales del siglo XIX se habían perpetrado matanzas de armenios bajo el reinado del Sultán Abdul Hamid II, apodado “El Rojo”. Tal vez la masacre de Saun en 1894 fue el primer paso hacia el genocidio que se cometería dos décadas más tarde. Quizás la matanza de Adana de 1909 fue el segundo. Uno ya no sabe bien dónde comienza el camino sin retorno que conduce al exterminio de un pueblo. El Comité Unión y Progreso que llegó al poder en 1908 continuó por la senda que ya había trazado el Sultán. Talaat Pasha, Ministro del Interior; Enver Pasha, Ministro de Guerra; y Kemal Pasha, Ministro de Marina, no comenzaron las matanzas de armenios del Imperio pero sí planearon y ejecutaron la liquidación de este pueblo. Ya en 1913, se había creado una unidad paramilitar de élite controlada por el Ministerio del Interior llamada Organización Especial. A fines de marzo de 1915, en Estambul, el Comité Unión y Progreso decidió ejecutar en masa población civil armenia. Los soldados armenios del Ejército otomano fueron desarmados y asesinados. Los civiles sufrieron deportaciones en masa, a pie o en trenes; internamientos en campos, hambre, enfermedades. Hubo grupos de armenios que fueron quemados vivos o ahogados.



Eitan Belkind, un infiltrado al servicio de los británicos en el cuartel de Kemal Pasha, afirma haber visto un grupo de más de cinco mil personas quemadas vivas. Muchas de estas atrocidades fueron cometidas por kurdos. Es imposible imaginar en abstracto el millón y medio de muertos en que se cifra el exterminio. Algunos estudios hablan de 600.000 y otro cifran en un millón ochocientas mil las víctimas del genocidio. Llega un punto en que es casi obsceno discutir las cifras como si una u otra restase o añadiese gravedad al terror. Hay que recurrir a los detalles que narran los diplomáticos estadounidenses, los médicos alemanes, los misioneros suecos o daneses. Hay que concebir —si es que es posible- las mujeres crucificadas, los hombres enterrados vivos, los ancianos y los niños muertos de hambre, enfermedades y sed en marchas extenuantes por los desiertos del Imperio. Los armenios de Cilicia y las seis provincias orientales de Van, Bitlis, Erzerum, Biyarbakir, Kharput y Sivas desaparecieron y, sin ellos, quedaron vacías sus iglesias, sus casas, sus cementerios, sus imprentas, sus colegios…



Quienes no fueron asesinados en los pueblos ni murieron durante las deportaciones, jamás pudieron regresar a sus casas. A finales de 1916, solo sobrevivían —diezmadas, aterrorizadas, sometidas- las comunidades armenias de Constantinopla y Esmirna. Uno podría pensar que los armenios se dejaron exterminar. No fue así. Al contrario, allí donde pudieron resistir, pelearon todos: hombres, mujeres, niños, ancianos, sacerdotes y laicos. No. Los armenios no se dejaron matar ni se entregaron a sus verdugos. Franz Werfel evocó la resistencia armenia en “Los cuarenta días de Musa Dagh”, que escribió desde la identificación como judío con el sufrimiento de este pueblo que —como me dijo una tarde un sacerdote en Yerevan- tiene “una relación muy especial con la Cruz porque ha sido crucificado en la Historia”. Algunos armenios lograron sobrevivir y contaron lo que ocurría. En los Estados Unidos, se llegó a rodar en 1919 una película que narraba la historia de la joven superviviente Aurora Mardiganian. Por todo el país, se crearon comités de solidaridad con los masacrados, los asesinados, los deportados pero no bastaron para detener el genocidio.



Tampoco fueron iguales todos los turcos, todos los kurdos ni todos los musulmanes. Por ejemplo, como recuerda el médico de la Misión alemana Armin T. Wegner, hubo oficiales turcos en las provincias que se negaron a obedecer las órdenes de ejecutar o deportar a los armenios. Algunos ayudaron a escapar a sus vecinos o los protegieron en sus casas. A algunos esa desobediencia les costó la vida. El árabe Al-Husayn Ibn´Ali, Jerife de la ciudad santa de La Meca, publicó un decreto que ordenaba a los musulmanes de los lugares por donde pasaban las columnas de deportados proteger a los armenios “como os protegeríais a vosotros mismos, a vuestras propiedades y vuestros niños”. La memoria debe proyectarse hacia el futuro. Desde la toma de posición de intelectuales como Elie Wiesel y Yehuda Bauer hasta el juicio a Orham Pamuk, el reconocimiento y el recuerdo del genocidio armenio ha ido ganando importancia en el debate público de las sociedades occidentales.








El asesinato de Hrant Dink el 19 de enero de 2007 recordó el precio que se puede pagar por defender la verdad y la memoria. Ahora bien, sobre la impunidad y la negación de la Historia es imposible construir la reconciliación ni el futuro. Los grandes pueblos son capaces de mirar cara a cara su pasado. Cada 24 de abril, miles de armenios llegados de todo el país y de la diáspora, llevan flores a Tsitsernakaberd, el Museo y Memorial del Genocidio Armenio, en Yerevan. Querría estar este año con mis amigos — con el gran director Harutyun Khachatrian, con el diácono Mkrtich y el reverendo Gevorg, con Nvard, con Tatevik, con Arthur, con Ripa, con Suzi, con Armine, con Gerard, con Elada… con tantos otros- y elevar con ellos mi oración y mi voz. Hay algo en este pueblo crucificado y vuelto hoy a la vida, en Armenia y la diáspora, que me toca profundamente el corazón y las entrañas.


Hay algo que siento como mío en ese dolor y esa vida que rezuman cuando evocan el dolor y celebran la esperanza. Querría ir junto a ellos y abrazarlos fuerte porque siguen vivos y conservan la memoria sin ceder al odio ni al rencor pero tampoco al olvido. Por eso escribo estas líneas. Porque hoy, escribir, es mi forma de estar junto a ellos. Por eso esta columna conmemora hoy el genocidio armenio.

RICARDO RUIZ DE LA SERNA es analista político, abogado y profesor de Derecho y Comunicación en la Universidad CEU-San Pablo.
ricardo_ruiz_delaserna@yahoo.es @RRdelaSerna http://es.linkedin.com/in/ruizdelaserna